jueves, 10 de febrero de 2011

Hoy mis tatuajes se fueron de excursión



Me he dado cuenta de casualidad y tarde. Yo sabía que el dragón me la jugaría el día menos pensado, pero siempre le di un voto de confianza. Hasta el macarra más aguerrido tiene un lado noble, y yo soy un filántropo cachazudo. Así me va. El tráfago que me traía por la espalda en los últimos días tuvo que haberme puesto sobre alerta. Y las malas compañías, claro. Un dragón solo no. Un dragón es un manso y dormita. Pero es débil de carácter. Había tanta gente a su alrededor, y yo debí protegerlo de esa influencia.

Llevo todo el día notando el calor de un lado a otro de mi piel. No hay forma de darle caza. Lo mismo me vomita su fuego sulfurado en la ingle que en una tetilla, y ahí pica más. Pica mucho, sí, son esos los momentos en que me arrepiento de haberle dado casa en el omóplato, un día triste de lluvia. Recuerdo bien ese día. Pero tienen que entenderme: entonces me acababa de abandonar mi mujer, y el Inem, llovía, no había nadie al otro lado de la línea… y mi aura tenía el color de  un kiwi. No sé si pueden hacerse cargo de lo que les digo. 

Poco a poco el cosquilleo se me ha ido extendiendo por la espalda, de forma que he empezado a recibir sensaciones simultáneas en puntos dispersos: calor en la sien y un repiqueteo eléctrico en la rabadilla; un mordisco lascivo en la nuez y pinchazos en el muslo; un lametón tras otro en mi mejilla y un bastonazo seco en el codo. Ya no he necesitado más para entender que lo que está teniendo lugar en mi cuerpo es una pequeña sedición de tatuajes. Un jolgorio licencioso atizado por mi última adicción al armagnac. Esa hora en que un hombre se ve, pobre y limitado, frente a su destino la he vivido yo delante de mi espejo esta tarde: mis águilas de mirada torva, mis cadenas, mis fauces de pantera, mis kanjis, mis cuchillos, todo el abigarramiento de mis dolores domesticados en forma de dibujos se han desparramado por mi piel a su antojo. No hay un único punto a donde acudir, un lugar en el que ensayar un golpe embrutecido con el que llamar a la obediencia a esa manga de toons dipsomizados y en pleno desenfreno. En mi horror he llegado incluso a entender la tesitura de Mubarak en los momentos finales. Estoy desesperado, entiéndanlo.

Sólo lamento ahora haber sido tan duro con mi dragón. He cometido un error doloroso juzgándolo a través del cristal de su pasado marginal, y ahora veo que él no ha sido quien me había traicionado. Han sido ellas. No podían haber sido otras, sino ellas. Han improvisado unas bridas con sus medias de rejilla y han sometido la fuerza telúrica de mi bestia. Ahora es un perrillo. Eran muchas, lo sé. Nunca debí haber acumulado tanta teta entre las filigranas de mis tatuajes. No son un adorno las tetas. Las tetas son el poder.

Mientras escribo esta última memoria entiendo que ya no soy más que otro de sus juguetes. Me muerden donde y cuanto quieren. Me disparan las flechas que han robado del carcaj de mi guerrero cherokee. Me lastiman con sus largas melenas a lo Betty Page. Como Gulliver asediado por docenas de barbies endemoniadas. Me dejo hacer, sin remedio.

No puedo más que unirme a la fiesta. Esta noche preparan un rito ancestral, y las miro, una a una, mientras van acarreando útiles, piezas que no entiendo, ropas, incluso flores que ni había visto en el bosque de mis tattoos. Se están congregando entre mi ombligo y mis caderas, y cada vez son más. Ni sabía que tenía tantas escondidas por ahí.

Llevan rato buscando un tótem. Empiezo a sospechar que lo van a encontrar si siguen hacia el sur. No puedo más que unirme a la fiesta, y dejarme hacer. No sé dónde acabará esto.
Y no paro de reír.

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