miércoles, 17 de noviembre de 2010

Deprisa

He llegado del trabajo con prisas. Verán: yo me dopo con prisas. Corro por obsesión, así cultivo la imitatio plena frente al mundo. Quiero ser como el mundo. Quiero ser otro espécimen idiotizado y a velocidad máxima.

Cada día gano enteros.

Tengo dos libros encima de la mesa y tengo prisa por acabarlos. También tengo una lista tonta de libros que otros han leído y que creo que yo debo leer. Con prisas, porque si no se me van a juntar las letras con la presbicia.

Miro internet a media tarde. Reviso mis blogs habituales y las noticias a través de los diarios que de momento no cobran por leer. Leo con prisas. Miedo a que en cualquier momento me salga en la pantalla algún mensaje que diga "su período de prueba en EL PAÍS acaba de expirar: ponga su número de cuenta y diga sí en cada casillero del formulario que rellenará a continuación". Leo con prisas y me salgo a toda leche. Hoy no me han cobrado. Me estarán cobrando por algún lado que aún no detecto, pienso.

Sí. También pienso con prisa.

Tengo algunas llamadas pendientes, más dos o tres correos que enviar. Me pongo a hacerlo todo con el mejor talante, pero acabo dándole caña, porque todo me parece importantísimo y tiene que salir hoy. A veces me llaman desde el fondo del pasillo, me dicen que hay algo interesante en la tele, o simplemente me comunican lo que hay para cenar, pero no capto el subtexto. Tengo prisa por acabar lo de hoy. La prisa narcotiza la mente y la incapacita para captar el subtexto. Más: la incapacita para el texto en sí. La anula. Anula más cosas: la líbido es la peor.

Ahora no puedo parar, tienes que entenderlo, cielo.

Sigo escribiendo mis correos. De ahí paso a mis apuntes. Luego miro dos o tres textos para mi trabajo del día siguiente (ya casi ni los miro: trabajar embrutece, aunque sea con textos), selecciono, imprimo. Es horrible seleccionar. Nunca soy feliz con lo que selecciono. Deberían seleccionar los demás, pero aligerando un poco, porque se nos va el día.

Leo el Facebook. Los comentarios del Facebook me repercuten en el hígado: hoy he contado al menos diez de mis agregados que corren más que yo. Recomiendan enlaces de todo tipo, y todos son maravillosos. Recogen citas gloriosas que jamás hubiera tenido tiempo de eyacular yo por mí mismo ni en mil años de pensamiento concentrado. Algunas son de mis propios agregados.

Después de eso ya no eyaculo, ni en sueños.

El Facebook debería estar contraindicado por la medicina oficial. Incluso por el Opus. Así quién carajo va a plantearse tener hijos.
Pero no quiero que me entiendan mal. Todo esto lo pienso muy muy rápido, en un microsegundo. No es por vacilar: es que de verdad pienso muy rápido.
Hasta que miro el reloj y veo que las horas han pasado a un ritmo frenético, y total, no he hecho nada de lo que me pueda sentir ni siquiera contento. O con un contentamiento infantil y de pacotilla. Nada.

Me levanto para ir al baño. Cierro las ventanas. Apago todo lo que encuentro y sea apagable. Al fondo del pasillo veo la luz del dormitorio encendida. Y ella duerme blandamente. El tiempo pasa sobre su cara y su pelo y los dedos que asoma tímida pero lo hace a un ritmo visible. Lo veo pasar y no me parece algo borroso. Al contrario. A ella le sienta bien.

Me lavo la cara. Tomo el cepillo de dientes y me froto bien, pero con prisa.

Es tarde.

Ya no hay tiempo de hablar.

Ya no hay nadie con ganas de hablar.

Dadanoias

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