martes, 26 de octubre de 2010

El repartidor de cigarrillos

La gente confunde, con una torpeza que les hace flaco favor, a los repartidores de cigarrillos con los repartidores de pipas de fumar. Y sin embargo de todos es sabido que el repartidor de pipas de fumar es un hombre de gesto adusto, con tendencias a quedarse boquiabierto (en esa pose que los engreídos llaman diletante) y que jamás hablan de algo que no empiece con fórmulas engoladas como en modo alguno, como  a la sazón,  como habiendo escuchado a las partes, y otras de esa guisa. Sobre todo, si algo que distingue al repartidor de pipas de fumar es que cumple con su trabajo como un caballero circunspecto, y jamás puede soportar esas intervenciones frívolas con que la gente murmura de los fontaneros y las bailarinas de cabaret.


El repartidor de cigarrillos nunca puede ser confundido con un repartidor de pipas de fumar. El repartidor de cigarrillos es un hombre muy informal: cómo, si no, iba a ir vendiendo cigarrillos de tabaco rubio como si fueran rosquillas; cómo, de otra forma contribuiría a la polución de las cafeterías sin perder su buen nombre y el título de graduado en Secundaria que tiene enmarcado y sólo lo enseña a sus amigos predilectos. El repartidor de cigarrillos es un hombre que se agazapa, que otea el horizonte y asusta a su presa por la espalda. Un hombre así, claro, no debe tener un lugar entre la gente respetable. Es un ser ladino: cuando alguien le pide un cigarrillo suelto, él mira hacia otro lado, se lo extiende al cliente y le cobra el doble de lo habitual. El cliente, que siempre tiene la razón pero no lo sabe, se lleva un gran fiasco de recuerdo: a pocos metros de allí descubre que le ha vuelto a dar uno falso, de chocolate. El chocolate produce granos en la cara. Ése es el objetivo del repartidor de cigarrillos. Ahora ya lo saben.

Del libro Todas las tardes café, Eds. Irreverentes, Madrid, 2009

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