jueves, 10 de noviembre de 2011

Últimos días en el Puesto del Este, de Cristina Fallarás





Cristina Fallarás no escribe como el resto de los mortales. Eso es algo que ya sabíamos, pero por si a alguien no le había quedado claro con sus libros anteriores, acaba de ver la luz Últimos días en el puesto del Este, que confirma (y amplía) esa forma de escribir animal  (con alma) que es ya seña de identidad de la autora afincada en Barcelona. Cristina Fallarás escribe con los dientes, con la punta de un cuchillo, con las uñas. Y mientras otros aconsejan buscar la calma para escribir, Cristina Fallarás se lanza a lo contrario: antes de escribir se hace daño. La resultante de esta dinámica es un tipo de escritura dolorosa que ni siquiera esconde el consuelo de que tal vez resulte exorcizante para el lector. Cristina Fallarás no está para esas memeces. Olvídense de exorcismos: Cristina Fallarás ha venido a presentarles al diablo. In person.
Diablo significa calumniador. De ahí la enseñanza bíblica de que siempre que pueda acusará falsamente a los justos. Y que por eso los justos padecerán persecución por la justicia. Vayan tomando nota de estos detalles.
La novela sitúa el plano narrativo en una fecha inquietantemente próxima, en el futuro a la vuelta de la esquina. Corre el año 2016. Una mujer y sus hijos viven en una casa de la que sabremos (según se adelante la narración) que es reducto y bastión de los últimos apocalípticos que quedan en el mundo. Los sitia un ejército de integrados, un sistema organizado de gentes que, en el colmo del terror, rezan y cantan himnos sagrados por la noche. Sigan sumando detalles. Este planteamiento es, dicho sea de paso, uno de los aciertos de la obra: los bárbaros que acosaron a la Roma culta se han trocado aquí en una sociedad perfectamente establecida y triunfante acosando a un remanente de seres inteligentes, refinados y con capacidad crítica que acaban hacinados como perros en el que será el último confín libre del mundo. Las catacumbas cristianas invertidas, aquí, en el fin de los tiempos. 

En ese último puesto del Este la protagonista es una mujer que se entrega a hacer el relato de su vivencia de esos últimos días de angustia. Porque ya lo sabemos, estamos en los últimos días. Ni siquiera en el apocalipsis. Hemos llegado mucho más allá. Infinitamente más allá. Los triunfadores del apocalipsis han venido a por aquellos a quienes el apocalipsis les había sido indiferente, aquellos que en lugar de repetir oraciones se expresaban con palabras como respeto, tolerancia, libertad
Ya tienen más detalles. Alguien se ha emperrado en calumniar. 
A la mujer la acompañan sus hijos. León se llama el muchacho, pero verán que no es más que un cachorro de nombre tierno. El marido, por su parte, ha salido del reducto. Nadie sabe cuándo volverá. Para ampliar la magnitud de la soledad en que se amuralla la mujer, ya ni siquiera tiene el apoyo del marido, ese que en otro tiempo fue campeón de los valores de un mundo culto y libre y abierto.
Con la punta de un cuchillo y con los dientes y con las uñas es difícil escribir una historia de amor. La propia autora se lamentaba de esa forma suya de relatar. Y sin embargo ahí está, atravesando la novela, una historia de amor de resistencia, un amor sin mesura, un amor descompuesto que el lector irá recomponiendo con los flashbacks de la narradora, y que resultará la historia realmente sustantiva dentro de esta novela. La que le aporta su espina dorsal. Porque esta es una novela de amor, de un amor ante el que el mismo diablo se conmueve y acaba favoreciendo (porque el diablo retira el cansancio a los que se le venden por amor), un amor terminal para un mundo que, probablemente, ya no volverá a conocer qué era aquello que un día los mortales llamaron amor.
La novela es también (lo entenderán cuando se dejen arrasar por ella) una historia extraña que describe un mundo sobrecogedoramente posible. Ahí tienen el otro gran acierto de la novela. La historia está cuajada de héroes tatuados por la muerte, de guerreros fascinados por las destrucción en un mundo que se cae cascote a cascote, y sin embargo uno siente que esa historia está llegando, que esa novela del futuro puede no ser más que una crónica escrita desde el otro lado, en abîme. La misma protagonista lo dice: Nos negábamos a creerlo. Yo también. Lo espantoso es extraño hasta que deja de serlo.  Y a la vez la novela es metáfora de estos tiempos que vivimos, tiempos de acoso, de injuria, tiempos de calumnia (tomen nota de cuánta calumnia) y tiempos de escasez. Tiempos en que el pensamiento crítico parece que ya solo pone en tela de juicio valores que siempre creímos futuros y deseables y nunca llegamos a tener del todo. 
La novela resulta, pues, una obra que podría acabar siendo terrible si no fuera porque a veces se le escapa a la autora de entre los dientes, de la punta del cuchillo, alguna frase que suena rabiosamente a vida y a apuesta por la vida. La protagonista, enfrentándose al final de su historia, bendice a sus hijos con estas palabras:
“Niños, estamos vivos, somos capaces, tenemos esto. Esto, esto que tenemos es nuestro. Brindemos por ello con nuestras cucharillas”
Incluso en la fase terminal de nuestro mundo inteligente a manos de la obcecación religiosa, la poesía sigue latente. Es el milagro de la literatura. 
Sin frases como esta, la vida sí que sería un infierno.

Acérquense pues, y déjense arrastrar por el mundo que les propone Cristina Fallarás. Pero háganlo rápido. No olviden que hablamos de los Últimos días en el puesto del Este. El tiempo corre, y demasiado a menudo llegamos tarde a las grandes ocasiones.

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