miércoles, 19 de octubre de 2011

El diletante en el tren



Tú debiste de verlo mejor que nadie, a fin de cuentas lo tenías de cara. A veces uno da con gente así en medio del mejor debate, gente rodeada de las circunstancias más favorables y empecinada, sin embargo, en dinamitarlo todo para que no tenga efecto alguno sobre su cabeza. El destino le consiente demasiado a ciertos individuos. A nosotros lo único que nos había consentido en todo el viaje era que en el restaurante del tren hubiese una botella de armagnac. 

Todo lo demás fue mediocre, cándido, y de un gusto inadmisible en un tren que quiere ser cool. Supongo que por eso surgió entre los chicos la discusión sobre el asunto de la belleza. Arturo, o quizá Jota, cualquiera de los dos pudo ser el que sacó la revista donde apareció la foto de B. Es el que está ahora en boca de todos. J.G. lo ha encumbrado como su modelo favorito, y luego ha ganado toda esa fama y esa posición que hacen de él la criatura más envidiada. Tú entonces sólo tuviste ojos para la panda aquella de brujas que iba de despedida de soltera, pero ni así lograbas disimular. Al lado de B. cualquier belleza te parece desvaída,
lo has dicho lo suficiente para que te entendamos. Yo saqué mi lado académico, y sugerí que los artistas que tienen obsesión por la belleza siempre terminan colocando a sus amantes en el centro de sus obras. Ahora lo hacen los modistos (porque quién si no tiene hoy día preocupación por la belleza), pero siempre fue así. Arturo y Chencho sacaron su lado sátiro, pero son chicos con buena base, y estoy seguro de que van a llevarse de calle la tesis. Ni disimulando fuiste capaz de ocultar la sonrisa con dos o tres de sus barbaridades, cuando se cebaron con ese viejo verde de X., que usa el rectorado para verse con jovencitos a los que enreda proyectos que suenan a aborto mental.

Sé que en todo ese tiempo estuviste pendiente del inglesito que había venido con la Erasmus. Un chico de un estilo peculiar, hay que reconocerlo en honor a tu buen gusto. Pero yo hablé y hablé, hasta que dejasteis de escucharme, y después del segundo armagnac ya ni me importó. Me puse a mencionar todos los casos conocidos de artistas que colocaron en el centro de su obra a sus amantes, y me puse a divagar con la milonga de que los amores también son creaciones artísticas, y que por eso tienen que modelarse con una delicada atención a la estética. Hablé del Salai a quien amó sin medida Leonardo, y a quien luego se empeñó en pintar bajo el aspecto de un S. Juan Bautista para que en el futuro también lo adoráramos. Hablé del Cavalieri que hizo enloquecer a Miguel Ángel, y de la virgen del Tondo Doni que ni parece virgen ni mujer, como si fuera otro de sus amantes. Hablé de Verlaine babeando por el mozalbete Rimbaud. De Chester Kallman en el centro de la poesía de Auden. Hablé de tantos que pensé incluso que el tema valdría para otros como tú, que aún esperan inspiración del cielo para empezar la tesina. Pero ya vi que sólo tenías ojos para el inglesito orgasmus. A propósito, parece que el debate no llegó a inquietarlo. Estuvo todo el tiempo mirando su propia foto, la llevaba en el móvil. Chencho hizo buenas migas con él, y me contó esa afición suya a pasarse las horas mirando su foto y retocándola con photoshop. Pues, en efecto, por la facultad pasa mucha gente como el inglesito. Por cierto, se llamaba… ¿cómo dijiste que se llamaba?

—Se llamaba Dorian. 

Se llamaba Dorian, es verdad, y cualquier otro arte le importaba poco.

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