martes, 14 de junio de 2011

Retazos del álbum familiar

Santiago García Tirado
 
El padre pintor
    ¿Pero acaso alguien en el barrio se  hubiese atrevido nunca a decir media palabra de más acerca del señor M. mientras vivía? No se había caracterizado precisamente por conductas escandalosas, y ni siquiera llamaba la atención más que cualquier otro habitante del barrio. Sólo pasados algunos años de su muerte supieron los vecinos que el señor M. había sido el pintor cuyo nombre habían oído mil veces en las noticias, y de ese modo terminaron por encumbrarlo como el más admirable de los compañeros de días que habían compartido aquel pedazo de mundo.
    Les resultó una idea deleznable que alguien se hubiese atrevido a publicar un libro después de su muerte, cuando por fin habían llegado a amarlo, aprovechando el lado oscuro que (supuestamente) el señor M. había mantenido oculto en vida. Los vecinos se sintieron dolidos, y desde entonces la tristeza se fue colando desde las calles a las casas sin respeto ninguno. Vino cabalgando en las ondas de la radio, agazapada entre las letras de los periódicos. El autor de la (supuesta) biografía había desgranado una a una las perversiones de su pintor muerto, y las había vendido en un libro con el que había hecho una fortuna. Analizaba su vida sexual fría, y cómo había alimentado el apetito de su propia mujer con hombres que sabían excitarla y la cubrían como animales. Contaba cómo el pintor se extasiaba con aquellas escenas (porque no hubo una que no presenciara divertidamente), y luego pintaba uno a uno a todos los amantes de pago, que él luego transmutaba en reyes exóticos.
Por alcanzar su gloria, el pintor no se echó atrás ni para convertir a su esposa en una esclava de su obsesión sin norte.
    Era cierto, como decía el libro, que siempre había pintado retratos de hombres, y sólo de hombres. Que sus retratos eran héroes extrañamente ataviados, posando sobre campos más extraños y bajo unos cielos del color inefable de los sueños. Que todos eran rostros de una belleza que erizaba el espinazo incluso a los más rudos. Pero todos coincidían en que si hubiese pintado de otra forma ya no habría sido un genio. Su pintor era distinto: por eso veía el color del aire, y leía el miedo en los ojos, y pintaba el sabor de la piel como sólo saben hacerlo los elegidos.

    Los vecinos ya no creían en nadie, porque era el signo de los tiempos. Pero les resultaba ocioso que otra gente venida de lejos hablara así de un hombre como el pintor, de quien todos en el barrio conocían la soledad con que se acompañó los últimos treinta años de su vida. Y que sólo a veces hablaba de cierta mujer que había amado en África, donde, según decía,  el sol tenía su casa y de la boca de las fieras nacía la música, pero donde también la vida era terrible y devoraba a sus gentes.

El abuelo negro
    Había siempre cierta discusión entre las gentes cuando se trataba de recordar la historia del viejo. Unos contaban que había llegado de las montañas, donde había hablado cara a cara con Elegguá; otros negaban con insistencia esta posibilidad, porque según testigos el viejo había salido del fondo del lago, donde había pasado mil años llorando para que el lago se hiciese grande y lo inundasen los peces que habrían de alimentar su pueblo. En lo que coincidían todos era en el retrato del viejo, un hombre hosco y de costumbres sencillas, que se pasó la mayor parte del tiempo acuclillado bajo la acacia que fue su morada desde el día en que apareció en la aldea.
    El viejo no predicaba. El viejo no sabía o simplemente no quería practicar sortilegios, aun cuando la gente venía hasta su sitio con la carga pesada de su futuro indescifrable. A veces aparecía entre las cabañas olisqueando en busca de las sobras de la comida que cada familia le ponía en platos al anochecer. Pero cuando la primera claridad se hacía en el cielo antes de amanecer y las mujeres salían a buscar leña, el viejo ya estaba en su puesto de centinela del tiempo, oteando el horizonte sin pestañear. En eso coincidían todos.
    No se asustó al verse rodeado de los habitantes del pueblo. Supo, el día en que vinieron todos, desde el mayor hasta el niño, por qué venían a buscarlo al cabo de tantos años de convivencia. Miró en círculo con sus ojos pequeñísimos y fue viendo uno a uno a los niños escuálidos que se abrazaban a sus madres, las mujeres de pechos duros y piel de aceite que ya no eran más que viejas prematuras, y en los cuévanos de sus ojos dibujaban una pregunta que nadie sabía responder. Avergonzados, los hombres no podían más que mirar al suelo, porque sus redes ya no servían en el lago, y su fanfarronería de triunfadores ya no asombraba a las muchachas casaderas.
    El viejo entendió, y se puso en pie. Echó a andar en línea recta con su paso rítmico, pero sin urgencias, hasta que el aire caliente lo fue convirtiendo en un punto sinuoso y lo engulló el horizonte. Los hombres se volvieron a sus casas, mandaron a los niños al colegio con la promesa de que a mediodía tendrían banquete, y las mujeres con los pequeños atados a la espalda se fueron a arrancar raíces con las que entretener el hambre hasta la noche.
    No fue antes de siete días, pero al fin el viejo apareció como se había marchado. Un niño dio la señal de aviso al ver la mancha que se acercaba. Poco a poco los hombres dejaron de afilar sus cuchillos, las barcas vacías regresaron a la orilla, las mujeres se secaron las lágrimas. Cuando la figura del viejo fue reconocible, la aldea toda salió a su encuentro como quien espera ver el portento. Antes de que los primeros muchachos pudieran alcanzarlo, el viejo cayó al suelo. Le dieron agua, lo abrazaron. Le preguntaron dónde había estado, qué decretaban los orissás, a quién debían sacrificar para que se ahuyentara la maldición. Pero no hablaba el viejo. Entonces vieron que unos pasos más allá se le debió de caer una raíz de mandioca, y un poco más atrás, otra. Siguiendo la línea fueron encontrando algunas más, y luego otras que se acumulaban en pequeños montoncitos. Organizaron la recogida con cuidado, porque eran pocos hombres y cada nuevo montoncito de mandioca los llevaba lejos del pueblo, así que pusieron a los muchachos a custodiar los montones con la distancia de un tiro de piedra. Recogieron tanta mandioca que al cabo de tres días y tres noches, en el pueblo había una montaña de comida suficiente para dos meses. El viejo que había traído la salvación, sin embargo, murió el mismo día de su llegada, sin haber podido pronunciar ni media palabra. Murió de hambre.
    Ésta fue la historia que, con ciertas variaciones, las gentes de la aldea le contaron al pintor muchos siglos después. El extranjero quiso pintarlo como fue de soñador: en cuclillas bajo su acacia, esperando eternamente.

El muchacho de la calle
    Apenas unos minutos después, cuando el muchacho apareció en el suelo, la multitud se arremolinó a su alrededor. Se preguntaban unos a otros, los que llegaban lo miraban a los ojos, alguno intentó buscar el protagonismo asegurando que lo había conocido, pero enseguida otro desdecía de aquél, y la historia volvía al comienzo. Entre la barahúnda se oyó entonces un grito, y alguien consiguió a empujones abrirse un paso para llegar hasta el cuerpo inerte. Lo reconoció. Todavía antes de que sonaran las sirenas de las ambulancias, y los enfermeros, y luego los agentes, y los periodistas y los fisgones acabaran de romper lo que la muerte tiene de humano, el viejo pudo reconocer al muchacho que yacía sobre el asfalto. Lo abrazó y le dio un beso en la frente. El corazón del muchacho ya no servía, y en el rostro aún caliente tenía dibujada la mueca del último pinchazo de dolor.
    Entre el gentío volvió a circular esa cantinela de que en el barrio volvían a lo de siempre. A nadie le importaban los negros, y nadie se molestaría en buscar al que había disparado tres balas sobre el muchacho que se desangraba en el suelo. Otros menearon la cabeza pensando en esas familias que se despreocupan de los hijos, y algunos más patriotas echaban la culpa a un gobierno demasiado blando con los negros que no querían trabajar. Los agentes del orden llegaron buscando razones, y apartando al que abrazaba al muerto, le preguntaron si era su padre, o algún familiar. El viejo les dijo que el muchacho no tenía familia. Que toda la vida había ido inventando historias hermosas sobre el padre que nunca tuvo, y que a veces era un rey africano, y a veces un guitarrista de blues. Al viejo le gustaba, por encima de las demás, la imagen del padre pintor, porque era capaz de conseguir, con todos los que en su imaginación pintaba, un cuadro grande y maravilloso que guardaba huellas de cada uno.
    Nadie pudo saber, sin embargo, que la última sonrisa del muchacho, antes de que el corazón se le detuviese, se la había dibujado otro sueño, cuando siguiendo las órdenes precisas de Elegguá había llegado al país donde crecía, sin que nadie tuviese que plantarla, la mandioca más dulce del mundo.
    Y de regreso a la aldea, las muchachas se peleaban por andar a su lado.

Publicado en www.periodicoirreverentes.com
Es uno de los relatos del libro Todas las tardes café. 

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