viernes, 25 de febrero de 2011

Hoy he matado una hormiga gadafi



Ocurre en días de limpieza que aparecen detalles insólitos de tu propia casa. Yo he descubierto un hormiguero al fondo de un cajón, un cajón que en sí no era la casa de las hormigas, como se podrá deducir, pero que era como la entrada en mi espacio vital (e inconfesable) desde el hormiguero que se abría en la pared trasera. Una hormiga cabezona y vociferante comandaba a todas las de la fila, y a algunas las mordía en el cuello si no respondía inmediatamente a sus órdenes. He estado observando una hora larga ese sistema de imposición del orden.

Es gracioso que estas hormigas comandantes no tengan ninguna fábula propia, alguna historia apta para todos los públicos que se pueda contar a los niños desde pequeñitos para que entiendan lo que son los patriotas. Algo que complete la educación de las nuevas generaciones antes de que se entontezcan con las soflamas de los buenistas y todo su arsenal amordazante.

Para paliar esa falta, he querido yo protagonizar esta fábula liberando al resto de hormigas trabajadoras del incordio de tener que soportar los gritos y malos modos de su comandante. Luego las he visto marcharse de mi cajón con otro espíritu, mucho más aliviadas.

El mundo es hoy más feliz con una hormiga gadafi menos. Y ahora, vengan por mí si quieren.

lunes, 21 de febrero de 2011

Hoy, en Bolmangani, José Luis Amores ha dicho esto de "Todas las tardes café"

El siguiente comentario ha sido publicado en el blog Bolmangani por José Luis Amores Baena. Forma parte de un comentario mucho más largo en el que J.L. Amores entra de lleno en el asunto editorial y en el que bucea en la casi total ausencia del editor-consejero, o editor-coach en una gran mayoría de libros publicados. Para leer completo el comentario original, en su contexto, entra aquí.
 
 
Todas las tardes café, de Santiago García Tirado

Si yo fuera Santiago y hubiera escrito este libro, también de cuentos, lo habría dejado sin título. Pero si yo fuera Santiago, tampoco lo habría publicado, al menos en la forma en que él lo ha hecho. Pues sin consultar el diccionario tengo claro que publicar debe significar “hacer público” algo, y que levante la mano quien conozca —ni siquiera digo haya leídoTodas las tardes café de Santiago García Tirado. Pocas veo... Eso no es publicar: eso es matarse a trabajar para al final recoger migajas, y no me refiero al dinero.

Entonces, si yo fuera García Tirado, ¿qué hubiera hecho tras escribir Todas las tardes café? En primer lugar, cambiarle el título o dejarle aquel que, por defecto, suele ofrecer el procesador de textos de turno: sin título.***. (Se me acaba de ocurrir y mola, sobre todo esas estrellitas.) ¿Y luego? La respuesta que daría a esa estrategia post-scriptum es atrevida, extraña, repulsiva y divertida, pero estoy en ello, aún no he terminado de destrozar su escasa forma. Sólo sé que si, por ejemplo, quisiera destacar posando desnudo no se me ocurriría hacerlo —en definitiva, ser consumido— en medio de una de esas manifestaciones de gente en pelotas que se estilan, de vez en cuando, en las grandes y cabreadas urbes. No por temor a comparaciones físicas, sino porque quién iba a fijarse en nadie en particular en medio de tanta carne. Y no otra cosa que carnicerías se me antojan las librerías actuales, en las que, además, el solomillo suele estar escondido, mientras que a la vista tan sólo se encuentran hamburguesas incomestibles.

Dejando de lado títulos y anticuadas estrategias de distribución —de todos los libros, no sólo del de Santiago—, tengo que decir que también dentro de este ejemplar hay relatos memorables —si no fuera así no escribiría sobre él. Pero aquí no hay más juicio que el del propio escritor. Él se lo guisa y él se lo come. Un día se sentó o paseó o ambas cosas una detrás de otra, y pensó en relatos que ya tenía escritos y en otros que su cabeza había ido madurando. Ideó una puesta en escena y se puso a trabajar. Así fue construyendo una trama de personajes que son insertados con inteligencia en varios relatos, acostumbrando al lector a cierto tipo de ecosistema y a sus figurantes, quienes ocasionalmente tienen sus páginas de gloria. Se supone que todos los relatos van a tener de fondo el café, como bebida y/o como lugar, pero no es así, aspecto que se agradece. El autor va tocando palos, algunos actuales y otros universales: la guerra, la fama, el acoso, el amor, la pérdida de un ser querido, la demencia, el abandono, la vejez, el maltrato, el reencuentro... Incluso intercala breves relatos que, al modo cortazariano, dan vida a objetos y los organizan en sociedades con sus propias políticas y pautas de comportamiento. La variedad cromática es amplia, pero el estilo se mantiene y otorga una coherencia sólida más allá de ese patrón unificador que podría ser una cafetería pero que se revela como mera excusa.

Santiago G. Tirado, como a él le gusta firmar, ha leído mucha literatura en castellano del lado de allá. Yo, que he consumido menos que él, me atrevo a sumar a Onetti al ya mencionado Cortázar más juguetón —con los objetos y los seres inexistentes, pero también con ciertas sintaxis y gramática— como referencias estilísticas particulares. Además, tiene tendencia a embellecer las frases con toques cuasi aforísticos y un grado tal de asertividad que, en ocasiones, bordea lo castizo, aunque sin llegar a adentrarse en él ni, por fortuna, incurrir en el chovinismo lingüístico (si tal cosa existe).

Se trata, pues, de un buen escritor, dotado de una estupenda imaginación asentada en un imaginario eminentemente social, capaz de construir un atractivo relato sobre, por ejemplo, el abandono familiar basándose en un juego de desplazamientos de roles y liderazgo entre los trabajadores de una cafetería. O de describir el principio del fin de la vida mediante los pensamientos de un anciano perdido entre unas calles que hasta ayer mismo le eran conocidas.

Y ahora os voy a pedir

que no busquéis en las librerías estos dos títulos, pues perderíais el tiempo. Quizá en alguna biblioteca se haya colado un ejemplar, o posiblemente en las editoriales quede algún resto. Si queréis leerlos, buscaos la vida, y así le otorgáis un nuevo sentido epistemológico a vuestro devenir.

También veo justo avisaros que ambos autores son cuarentones; es decir, viejos o casi ancianos. Ello tiene el inconveniente de que su literatura es seria, madura y reflexiva además de, como he dicho, imaginativa. No vais a encontrar ahí facilities o commodities post-loquesea —aunque Tornay es la leche torciendo tramas y subtramas—. Como tampoco frasecillas sacadas de un taller de escritura recreativa —porque a G. Tirado no hace falta que le enseñe ni distraiga nadie—.

viernes, 18 de febrero de 2011

Hoy, sin querer, me depilé la conciencia



O acaso me engaño y no fue sin querer. Nunca es fácil saber estas cosas. Tengo a Freud en la atmósfera de mi casa, y acostumbra conspirar contra mí. La cabeza juega siempre según otras reglas, en una división que no es la tuya. Y la conciencia me venía incomodando de tiempo atrás, eso sí lo puedo decir sin miedo a equivocarme, de manera que mi cabeza debió de aprovechar la corriente higienista  y ya que empecé con la ducha, el pelo, las uñas, pues todo lo demás se lo llevó por delante. Me vi en el espejo así: espléndido y sin conciencia. El vapor del baño, recuerdo, no olía a nada después de eso.

Me encuentro mejor desde entonces. Camino más ligero al recorrer calles, como si flotase por encima del barro y el polvo y la sangre y los chicles pegados en el asfalto. La luz la veo más hermosa. Sonrío y las gentes me sonríen. Es lógico pensar que las gentes son el espejo de mi vida nueva, que mi autoestima se recupera y a mi alrededor se contamina la calle de ese estado. Noto que empapa mi aura recién descubierta un frescor tonificante, como de aftershave del karma, y me veo pletórico. Molo. Más que nunca. Incluso a mí mismo me molo.

Ahora digiero las noticias sin retortijones, no me molestan texturas ni colorantes ni excipientes: las historias de egipcios que se dejaron la vida en la calle, las de mujeres muertas a hachazos, las de goles agónicos en champions, las de ladrones votados por el pueblo, las de los nuevos cuernos de las famosas, las de las ablaciones de clítoris, las de atentados suicidas. Las tolero todas muy bien. Y de noche paso las fiestas mucho más lanzado, como un adolescente, sin efectos secundarios ni recaídas de spleen. Le he puesto fin al tipo tristón que amargaba las farras de los amiguetes. Y me veo más joven. Supongo que el efecto dura mientras no me vuelva a crecer.

La semana que viene tengo cita en una clínica de estética. Si con una concienciotomía certera me dejan sin dolor para siempre, me la hago. Aunque me tenga que hipotecar.

Ya era hora de acabar con esto.

jueves, 10 de febrero de 2011

Hoy mis tatuajes se fueron de excursión



Me he dado cuenta de casualidad y tarde. Yo sabía que el dragón me la jugaría el día menos pensado, pero siempre le di un voto de confianza. Hasta el macarra más aguerrido tiene un lado noble, y yo soy un filántropo cachazudo. Así me va. El tráfago que me traía por la espalda en los últimos días tuvo que haberme puesto sobre alerta. Y las malas compañías, claro. Un dragón solo no. Un dragón es un manso y dormita. Pero es débil de carácter. Había tanta gente a su alrededor, y yo debí protegerlo de esa influencia.

Llevo todo el día notando el calor de un lado a otro de mi piel. No hay forma de darle caza. Lo mismo me vomita su fuego sulfurado en la ingle que en una tetilla, y ahí pica más. Pica mucho, sí, son esos los momentos en que me arrepiento de haberle dado casa en el omóplato, un día triste de lluvia. Recuerdo bien ese día. Pero tienen que entenderme: entonces me acababa de abandonar mi mujer, y el Inem, llovía, no había nadie al otro lado de la línea… y mi aura tenía el color de  un kiwi. No sé si pueden hacerse cargo de lo que les digo. 

Poco a poco el cosquilleo se me ha ido extendiendo por la espalda, de forma que he empezado a recibir sensaciones simultáneas en puntos dispersos: calor en la sien y un repiqueteo eléctrico en la rabadilla; un mordisco lascivo en la nuez y pinchazos en el muslo; un lametón tras otro en mi mejilla y un bastonazo seco en el codo. Ya no he necesitado más para entender que lo que está teniendo lugar en mi cuerpo es una pequeña sedición de tatuajes. Un jolgorio licencioso atizado por mi última adicción al armagnac. Esa hora en que un hombre se ve, pobre y limitado, frente a su destino la he vivido yo delante de mi espejo esta tarde: mis águilas de mirada torva, mis cadenas, mis fauces de pantera, mis kanjis, mis cuchillos, todo el abigarramiento de mis dolores domesticados en forma de dibujos se han desparramado por mi piel a su antojo. No hay un único punto a donde acudir, un lugar en el que ensayar un golpe embrutecido con el que llamar a la obediencia a esa manga de toons dipsomizados y en pleno desenfreno. En mi horror he llegado incluso a entender la tesitura de Mubarak en los momentos finales. Estoy desesperado, entiéndanlo.

Sólo lamento ahora haber sido tan duro con mi dragón. He cometido un error doloroso juzgándolo a través del cristal de su pasado marginal, y ahora veo que él no ha sido quien me había traicionado. Han sido ellas. No podían haber sido otras, sino ellas. Han improvisado unas bridas con sus medias de rejilla y han sometido la fuerza telúrica de mi bestia. Ahora es un perrillo. Eran muchas, lo sé. Nunca debí haber acumulado tanta teta entre las filigranas de mis tatuajes. No son un adorno las tetas. Las tetas son el poder.

Mientras escribo esta última memoria entiendo que ya no soy más que otro de sus juguetes. Me muerden donde y cuanto quieren. Me disparan las flechas que han robado del carcaj de mi guerrero cherokee. Me lastiman con sus largas melenas a lo Betty Page. Como Gulliver asediado por docenas de barbies endemoniadas. Me dejo hacer, sin remedio.

No puedo más que unirme a la fiesta. Esta noche preparan un rito ancestral, y las miro, una a una, mientras van acarreando útiles, piezas que no entiendo, ropas, incluso flores que ni había visto en el bosque de mis tattoos. Se están congregando entre mi ombligo y mis caderas, y cada vez son más. Ni sabía que tenía tantas escondidas por ahí.

Llevan rato buscando un tótem. Empiezo a sospechar que lo van a encontrar si siguen hacia el sur. No puedo más que unirme a la fiesta, y dejarme hacer. No sé dónde acabará esto.
Y no paro de reír.

domingo, 6 de febrero de 2011

Hoy mi sexto sentido ha descubierto el aura



Voy a puntualizar: he descubierto la frecuencia en que emite el aura. Es que soy técnico, a diferencia de las mujeres, cuyo sexto sentido funciona mejor pero no se entretienen en tecnicismos. Un gran paso para la ciencia, y lo he dado yo solito. Sin embargo, eso fue lo de menos. Comparado con el placer de los días anteriores, el descubrimiento en sí no es gran cosa. Incluso sería capaz de decir que el final del camino decepciona casi siempre. Porque el hallazgo se sabe término. Punto y final. Y nada como haber pasado días y días tras la tentación, en un orgasmo demorado, atizado a todas horas con ese impulso entre infantil y gamberro de disfrutar buscando.

Ahora que lo tengo, pienso que debería comunicarle al mundo que he encontrado algo provechoso para las sociedades futuras, algo que cambiará su forma de juzgar, y que será el comienzo del fin de la hipocresía. El aura nunca engaña. Bien. La primera sugerencia que me hace mi olfato científico se dirige hacia lo filantrópico. Me dice que debería editar mis hallazgos en la wikipedia, con una licencia Creative Commons, que es una práctica comprometida y con visos altermundistas. Pero soy hombre, y mi hemisferio capullo me recuerda lo que todo el mundo sabe: que cuando se aspira a la gloria mundi hay que empeñarse en los métodos tradicionales. Los capitalistas. Son los que acaban llevándote lejos de verdad. Me encamino en esa dirección: el primer nivel es duro, y consiste en dar barrigazos frente a la puerta de la incomprensión, con tozudez de verraco. Dale y dale, hasta que algo ocurra. Hasta que alguien abra y responda. Es preciso porfiar: por ahí el ego crece mejor, vamos, es el único lugar donde crece, y de paso se abre la perspectiva de que también crezca la cuenta corriente, un efecto colateral nada desdeñable. Uno luego empieza a dar conferencias, escribe columnas de opinión, y si tiene dotes telefílicas se puede plantear realizar un programa televisivo en la línea Punset.

La única pega de este camino es que se vuelve farragoso al mismo ritmo que tu nombre va ganando peso en los media. Los detractores se multiplican, los Únicos Poseedores del Conocimiento arrugan el piquito en señal de desaprobación por tu intromisión espuria, y de ahí la llama se extiende a pequeñas fogatas a tu alrededor que reclaman tu atención sofocativa. Y tú, que querías ser conocido como un experto en la visualización y transmisión del aura vía web, te vas convirtiendo en un bombero alocado que gasta su energía y su atención en las docenas de fogatitas que te rodean, y que parece que no, pero queman. Te llaman de emisoras de radios, de televisiones, te piden opiniones escritas para medios en papel y digitales, te proponen charlas on-line con el público lector, se te ofrecen tipos de toda pelambre como posibles candidatos a representante tuyo (y tú no opinas del tema, te quedas mudo porque ni se te había pasado por la cabeza que existiera una especie de origen neanderthal llamada representantes), webs de todo el orbe comentan y destripan tus afirmaciones. Facebook copia las entradas de Twitter que hablan de ti, y los twitters se alimentan de enlaces acortados que te mencionan, enlaces acortados que a su vez son enlaces acortados de otros enlaces acortados, y así hasta el infinito.

Y es así como uno acaba de entender por la vía más corta lo que era realmente la red 2.0: el Laberinto del que quizás ya no logres salir nunca. El Laberinto que será tu casa, para siempre.

Hice un alto ahí. Luego me interrogué a mí mismo, y pensé si merecía la pena este empeño, debatir, ensayar la réplica, recoger los guantes, tantos guantes, qué tristeza de guantes por todas partes. Y todo por defender tu hallazgo sobre el mecanismo del aura, y que sólo tu sexto sentido ha sabido apreciar, un hallazgo sobre el que empiezas a estar menos convencido, porque a raíz de tu descubrimiento resulta que ha aparecido una legión de Expertos en Aura titulados por universidades de Gambia y de Madagascar y del Sur de Amberes, gentes que ya sabían lo que tú has creído una novedad. Entonces, entre debate y debate, te empiezas a obsesionar por una cuestión de matices, y ahí llegas a sentir la pistola rozando la sien. Porque ya nadie habla de matices y tú te agotas explicando que tu hallazgo es un asunto de matices. Pero el mundo ha cambiado tanto a tus espaldas, y nadie te ha avisado de que ahora los matices son fascistas, son anécdotas de huevones, jerga que engulle la nueva era de la información porque no se adapta al nuevo protocolo de la urgencia. Ahora todo es urgencia, ya lo sabrán. Y los matices son reacios a dejarse protocolizar. Por mucho menos se piden dimisiones y se diseñan lápidas con las que finiquitar carreras inteligentes. Matices No. Por la abolición de los matices.

Al final me vi fatigado bajo una losa pesada de estupidez. Es el momento propicio para que te asalte la crisis: uno se plantea para qué se pone a descubrir. O para qué se empeña en crear. Y sobre todo se pregunta qué necesidad tenía de contarle a nadie lo que iba descubriendo o lo que iba creando. Se impone la nueva tarea de ejercitar el silencio en adelante. Y así por ese camino va uno practicando de día en día el arte de callar a tiempo, y a destiempo. Callar, porque sí, y a todas horas. Porque ya hay demasiado ruido y duele la cabeza sólo con lo que dicen los demás.

Uno entonces mira sus papeles sobre la mesa, sus gráficas de representación,  sus encontradas partes, su botella de albariño, en fin, y le dice al otro que mira en el espejo que para qué se va a meter a explicarle nada al mundo. Mejor se guarda el descubrimiento para otro día, más adelante, con mejores perspectivas. El futuro siempre está rebosante de mejores perspectivas. Incluso en un alarde de bizarría uno se deja asaltar otra vez por la Humildad, esa llaga ruinosa, que de repente no deja de insistirle con que a lo mejor el descubrimiento maravilloso sobre esa gilipollez del aura en realidad no es nada del otro jueves. Que me debe bastar y sobrar con haberme hecho feliz unos días a mí mismo y en silencio. Y la Humildad habla muy bien. Qué piquito, la Humildad. Ya ni le replico.

He pensado en guardar mis escritos. Hace buen tiempo en febrero para salir a perder el tiempo. Y en la calle hasta alguna gente te sonríe aunque no seas nadie.

Porque no eres nadie. Y eso es más llevadero, dónde va a parar.

miércoles, 2 de febrero de 2011

Hoy escribía de un escritor que escribía… (pero mi blog no sabe escribir los titulares en círculo)

El caso es que no le importa el griterío de la calle, ni el calor de la habitación. El caso es que ni siquiera le importa haber escuchado otra vez que su nombre anda enmarañado en un hoax que corre por la red (otro, tantos, y por qué ahora lo llaman hoax), ni le importa la incomprensión, ni la fama que ya le van endosando de anticuado, de prescindible, de retranco. El caso es que el escritor pone los dedos sobre el teclado y arranca a escribir otra historia, otra vez. En su narración describe un palacio ancho y frío, atravesado de alfombras como de una carretera que concita a los demonios del voyeurismo, al viaje terco a la caza de las mariposas que tal vez llenan las salas, y que siempre llevarán a otras salas, y a otras,  y tal vez a alguna puerta entreabierta donde una prima joven, casi una niña, se quita lentamente una media. Si los espíritus concupiscentes del aire lo quieren. Ojalá sean propicios. En el jardín se ve la nieve cayendo, y aún baña una luz flácida la mesa del gabinete. Sobre la mesa otro escritor toma la pluma y comienza a escribir. Comienza a narrar la historia de una noche terrible en la que los hombres cantan borrachos y las mujeres corren a guarecerse. La única luz en las calles la ponen las teas que portan los soldados, y están nerviosos por las revueltas, por el sudor frío y maloliente del terror que cerca a los reyes. Porque la muerte pisa las esquinas. Corren hacia un lado, y enseguida otro pelotón aparece corriendo en la dirección opuesta. La locura ha vuelto. El orden cruje y está a punto de desmoronarse la fe. Si el ejército anda desnortado es que esa noche correrán ríos de sangre. Un resplandor delata una casa viva en un edificio de dos plantas, pero nadie reparará en ella. A la vela le quedan pocas horas de vida, y parece enferma. Como todo alrededor. Como el hombre que, con el papel bajo el cilindro de cera, escribe la historia de otro hombre. La historia de un hombre que no tiene sueño y mira por la ventana el amanecer. De un hombre que no sabe lo que es el frío, porque vive en una época futura en la que la naturaleza ya no sabe cómo morder al hombre por sorpresa, porque el hombre ya es inmune al frío, y al sueño. Ni casi ya recuerda ese hombre la leve entidad que es un hombre. Y está escribiendo. Para hacerlo, golpea las piezas negras en cuyas caras existen letras, y sigue un ritmo enérgico, como si fuera un pianista, un pianista de las letras. Y lo que escribe lo está viendo en un cuadro, que lee su pensamiento, que descifra la música de las teclas, que baña de luz su cara, que materializa las ideas y les da forma de frases. Un hombre que escribe una historia de un hombre al que no le importa el griterío de la calle, ni el calor.

Y así me he descubierto hoy escribiendo lo de siempre: una historia que es, como todas, un ejercicio de afirmación solipsista.