domingo, 23 de enero de 2011

Hoy comí pollo e hice este razonamiento sobre el ser humano




Fue el pollo. El origen de mi teorema fue el pollo. Me lo quedé mirando en el plato, semioculto por la guarnición y la crema de manzanas, coqueto y sofisticado como sólo sabe serlo un pollo sobre la mesa. Pese al hábito en que se me mostraba no pude por menos que recordarlo en su estado original. Desnudo. En un largo lineal refrigerado y acostado sobre una bandeja de poliespán. En formación disciplinada y marcial, sólo superable por la de un ejército chino.

En ese instante recordé que el pollo, muchos años atrás, era un animal que tenía plumas, se criaba con maíz, y cagaba compulsivamente. Se parecían sospechosamente (pero sólo de lejos) a estos pollos que ahora (todos los sabrán ya) salen de la máquina en bandeja y cubiertos de un film transparente, con glam y discreción, sí, aunque resulte difícil de creer en la síntesis del glam y la discreción. Los pollos lo logran.

Daban mucha más grima los de antes: preproletarios, asindicados y desconocedores del plan Bolonia. El capital los engordaba contra su voluntad, en granjas cerradas donde jamás se ponía el sol, para un día venir por ellos y de una forma nada metafórica, darles la puntilla. Fin del juego. Pensé, arrobado por la inocencia de mi pollo en mi plato, cuántas veces escuché a intelectuales haciendo encendida defensa de la clase trabajadora humana, y de sus derechos y aspiraciones, a la vez que reducían a la nada platos de pollo abundantes, rebosantes, adiposantes. Imaginé luego a todos los intelectuales del mundo, y a quienes escuchaban sus arengas, sentados en filas interminables, en mesas de banquete en línea, de forma paralela a como los pollos del mundo habían sido engordados, y engatusados y entregados a mejor vida, y luego esos pollos llegaban a sus mesas ya doraditos y escoltados de patatas (en sus diversas versiones) y de arroz o manzana o judías o choucroutte, y de salsas, salsa cazadora, tandoori, a la manzana, a la mostaza (con o sin dijon), y luego desaparecían entre las fauces humanas proletarias, entre sus dedos, cuya grasa relamían una y otra vez, es decir, aniquilando en interés propio y nada metafórico lo que en cierta forma era una metáfora ostensible y terrible del propio género humano, y más concretamente, de la clase trabajadora a.k.a. proletaria.

En ese punto de mi razonamiento se desvaneció mi apetito. Pero no por el pollo en cuestión, que era tentador. Ni siquiera en solidaridad con los miles de pollos de los que he dado cuenta en mi ya larga existencia, sino asustado. De mí propio, de ser hombre y de vivir rodeado de hombres que comen pollo en estas circunstancias y todo.

El hombre es un animalillo corto de vista y animoso que mide su acción ética en virtud de unas pocas variables, de entre las que sobresale el interés propio. Dicho de otra forma: el hombre sólo se rebela y actúa cuando el atropello lo sufre en sus mismas carnes, valga la redundancia. Al hombre le importa menos que se coman al de al lado, llámese pollo, cerdo o cabrón. El hombre.

He querido dejar constancia aquí de este razonamiento mío, nacido casi del estupor, por que quedara registrado y público el motivo por el cual llamé al sindicato esa tarde para decirle muchas cosas que yo llevaba tiempo rumiando, y que en un golpe de clarividencia, por fin había sabido plasmar. Y para que mis lectores comprendieran la diferencia entre el mundo tangible y dimensionable frente al mundo metafórico e insoportable. Como era de esperar, los del sindicato no entendieron ni papa. Lo suyo es más la metáfora.

Pero me di de baja.

Desde entonces decidí que comería de todo, y mucho más libre de prejuicios, dónde va a parar.

jueves, 20 de enero de 2011

Hoy me invadió el cónclave de genios

Son las cosas que ocurren a poco que uno se dedica a cuestiones pedestres. En mi casa no entran amigos tostones, ni vecinas que piden huevos, ni testigos de Jehová. Sólo genios, a la que me descuido. La última ocasión se la di ayer, y me dieron zarpazo. Yo regresaba ufano de mi compra de esa tarde, peleándome con el blister a bocado limpio para que saliera de su sitio mi nuevo pen, leía a la vez un folleto de comida hindú y sacaba la llave que no era y me empeñaba en esconder la que sí era, a mi estilo, y así de batracio forcejeé esperando el beso que me devolviese a mi estado primigenio, hasta que me abrió mi mujer. La cordura. En mi boca tenía un pen de 8 Gb y lo escupí para darle las gracias. A mi estilo.

Me señaló con la cabeza hacia el salón y a la vez dibujaba un interrogante con sus cejas que ni siquiera hubiese atinado a descifrar un sabio como Kierkegaard: ¿cuál es mi delito?, entendí en su mirada. No necesité más. En el salón estaban todos otra vez: Sloterdijk, Gilles Deleuze, Italo Calvino, pero también hampones como Easton Ellis que amenazaba con hundirle las costillas a Vicente Luis Mora, él tan comedido en su página 837 de un Pynchon, y todo porque Vicente se había servido la última copa de Armagnac y al tipo se le pasaba el efecto del demerol, y ya en la mesa, unidos todos por el índice sobre un vaso invertido, fumaban como cosacos Alberto Olmos, Félix de Azúa, Fernández Porta, Tabarovski, Hernán Migoya, John Cheever y Rodrigo Fresán. Le pregunté a Houellbecq que por qué se daba una paja leyendo mis libros de Sta. Teresa, en lugar de jugar a la ouija con el resto de sabios, a lo que contestó en francés de Paguí que él no contactaba con más genio que él mismo (de ahí su onanismo) y como mucho con Villiers de l'Isle-Adam, y hoy no daba audiencia. Los demás debatían sobre el fetichismo en la sociedad de consumo, para ello contactaban insiodiosamente a través de la ouija con Adorno y con Habermas, con respecto a este último les hice saber que convenía mejor una llamada a su móvil pero no me daban crédito a pesar de la lucidez de mi consejo, qué se le iba a hacer, yo era un tosco pensador entre la nata del pensamiento y acepté mi papel, con desgana, puesto que la casa la ponía yo, y la cama a veces con pocas contrapartidas, pero ah, me dije, no es de genios ser agradecido. Y era verdad. Iba a aconsejar que hiciesen lo posible por contactar con Bolaño; que si no contestaba, sería por ebriedad manifiesta: que intentaran con Bukovski; de no ser posible por esas sobredosis a la que son afectos los relapsos del más allá, que con Truman Capote; o Warhol, Andy; o Dalí. O. Pero no estaban para escuchar. Tiraban del vaso en una dirección y en otra, al tuntún, particularmente Alberto Olmos y Rodrigo Fresán, ubicados el uno frente al otro, y empeñados en mover los dedos en dirección opuesta a como lo hacía el otro, y así, ya los sabrán, no hay forma de que los espíritus se dejen convocar, como no sean los espíritus bipolares, que haberlos, húbolos, y los habrá siempre, pero no importaban entonces.

Me acosté. No paraba de rascarme a la altura de mis gónadas por un prurito extraño que me inhibí de contarle a mi médico, y que entendí como cierta confluencia cuántica entre mi inteligencia desperdiciada y mi líbido malgastada en los últimos años leyendo libros americanos, alemanes, franceses e italianos, más un opúsculo de cierto autor armenio que me dio la puntilla. Estaba mareado y dormí a pierna suelta. Sabía de manera diáfana que el único objeto que perseguían viniendo a mi casa era hacerme sentir un perfecto cebollo.

Y es así cuando duermo. Pero duermo a pierna suelta.

Todavía me estaba rascando cuando oí a mi mujer amenazar a la jauría intelectual con ponerlos de patitas en la calle si no se repartían con ecuanimidad el polen y dejaban de mentarse las respectivas.

La última frase, ni la oí. Fue entrar en el sueño y esfumarse todos a una.

sábado, 15 de enero de 2011

Hoy diez me poseyeron en la ducha

Una detrás de otra. Lo sé aunque no había luz en ese momento. Y sé que estaba en mis cabales porque en ese instante hablaba nada menos que con Claudio López de Lamadrid, a quien yo trataba de convencer de que no se había equivocado de número, que no, y él insistía en que había llamado a Ellis, Bret Easton, a Los Ángeles, pero las interferencias se confabulaban en su contra, al parecer, y no había manera de acabar con la confusión.
Las interferencias, como siempre. Últimamente todo anda desmañado en el mundo, incluso en mis tuberías. Yo, la verdad, le había dado al grifo del vino caliente cuando me salió la voz de Claudio en el teléfono de la ducha, pero me dije es tu oportunidad, chaval. El destino es de los valientes, háblale en inglés y cuélale el embuste. Así lo hice durante un largo rato, en una conversación de compadreo intelectual que rayó a gran nivel pese a que yo no estaba en mi mejor momento, hasta que nos asaltaron, a él las dudas, y a mí las interferencias.
Me suele ocurrir. En los momentos favorables siempre hay un mal que conspira contra mí, para echarle cerrojazo a mi moral. Esta vez fueron ellas: las vi salir del teléfono de la ducha, una tras otra, espléndidas, de cuerpos turgentes y casi traslúcidas contoneándose entre el vapor. Dieron conmigo en el suelo de la bañera. Después se apagó la luz. Y una tras otra fueron poseyendo mi cuerpo extasiado. Perdí el sentido, dejéme llevar y olvidéme de mí. También del grifo, y de mis ínfulas, y de todos cuantos editores he deseado en esta vida.
He despertado mucho después, y claro, Claudio había colgado el teléfono. El agua seguía corriendo sobre mí, pero ellas ya no estaban. Sólo quedaba un leve hálito de vodka flotando en el aire y en el interior de mi boca.
Y yo nunca bebo vodka.

Estoy feliz, sin embargo, con mi experiencia literaria: a Maupassant los muebles se le fueron de casa sin permiso; al pibe Cortázar fuerzas ignotas consiguieron echarlo fuera de su propio hogar. A mí ya nadie me hace caso, es verdad, ni mis grifos.

Pero hay tanto placer en estos episodios literarios… Aunque confirmen sólo eso, que soy un triunfador del sexo acuático y que mis únicas lectoras son las que aparecen desnudas y bebiendo vodka en mis horas más bajas.

El mundo va a su bola, sí.

miércoles, 12 de enero de 2011

Hoy me he caído de la cama

Me levanté hace años con una dolencia espiritual, y no la he superado todavía: cada cana que me aparece me la aviva un poco más si cabe. Yo quería escribir relato, y cuando me apeteciera, improvisar sobre una cuerda nueva al tuntún; yo quería descubrir nuevas palabras; yo quería reírme bailando con mi sombra. Lo que no sé es por qué sigo pensando que sirve de alguna forma leer el periódico a diario, cuando veo que sólo consigo así hacer más grande la sombra de mi vergüenza, y  acrecentar mi conflicto con la creatividad.

Como si no fuera la literatura el único sitio donde puedo hacer algo. Como si no fuera la creatividad el último empeño digno que nos queda.


lunes, 10 de enero de 2011

Hoy me he levantado solipsista

(Grito. El banderín de enganche está enfrente, y a mí me revuelven las tripas estas causas. Ya todas las causas. Y todos los banderines. Grito).


Vamos, chicos, tenéis que soportar esta campaña sin entrar en su juego. No piquéis otra vez. No es vuestra guerra.

Los telediarios son una estrategia. Las consignas de las oenegés, otra. Enredos verborreicos y éticas fungibles. La moralina de siempre, ahora en envase 2.0. Hay que aguantar como sea, fingiendo poses de mármol si no queréis que acaben con vuestro nombre escrito en su lista. Os harán bailar su milonga. Os vestirán con sus banderas. Lo que quieren es veros formando en sus filas y clavando tacones bajo su atenta mirada. Que vistáis los botones brillantes de sus consignas. Que aprendáis esa lírica espesa que les pone la piel de gallina. Que lloréis con sus melodramas y sus pastiches. Su poesía de gerifaltes, su épica de busilis.

Les gusta vender gloria, como a todos los salvadores.


Y sólo sirven para quemar esa cuenta breve que es la suma de vuestros días.
Si sois tan estúpidos como para creer que aún hay algo que se pueda cambiar.


(Para la correcta interpretación del discurso, debe sonar música populachera de fondo. Algo entre Ismael Serrano y el Novio de la muerte. Para la pose del cínico que ladra frente al banderín de enganche no puedo apartar de mi mente la figura de un entrenador que palmea en el culo a sus jugadores antes de saltar al césped. Con la contundencia y la pasión de un Mourinho recién exaltado).

domingo, 9 de enero de 2011

Cómo me pone meter mi pluma en estas fiestas


Desde Yeats hasta Ignacio del Moral, pasando por Ricardo Güiraldes, Saki, Kafka. También están Miguel A. de Rus, Alonso de Santos, Vázquez-Rial, y así hasta 80 relatos.
Y ahí me colé yo, con "Protocolo para desconcertar a la Inevitable".

Léanlo. Les hará bien.